La intimidad, ese espacio reservado para uno mismo en el que te muestras seguro, desinhibido, donde eres "tú" más que en ningún otro lugar. Te sientes a buen recaudo, escondido en un pequeño ámbito en el que te reservas de la curiosidad inherente al ser humano; a salvo de las indiscreciones ajenas.
Pero siempre existe una cerradura por la que una pupila se dilata y enreda sus largos e invisibles brazos en ese rincón que sólo debería pertenecerte a ti. Siempre hay un oído atento que no puede -ni quiere- pasar de largo ante la tentación de la invasión de lo más profundo y recóndito que poseemos.
Puede que educar en el respeto a la intimidad del otro, sea una de las asignaturas pendientes que tiene el ser humano. Quizás llegue el día en el que los ojos dejen de esconderse tras una cerradura y los oídos se vuelvan sordos tras una pared.
Pero siempre existe una cerradura por la que una pupila se dilata y enreda sus largos e invisibles brazos en ese rincón que sólo debería pertenecerte a ti. Siempre hay un oído atento que no puede -ni quiere- pasar de largo ante la tentación de la invasión de lo más profundo y recóndito que poseemos.
Puede que educar en el respeto a la intimidad del otro, sea una de las asignaturas pendientes que tiene el ser humano. Quizás llegue el día en el que los ojos dejen de esconderse tras una cerradura y los oídos se vuelvan sordos tras una pared.